Juan Pablo
Cárdenas S. | Lunes 12 de noviembre 2018
El crimen
político es tan antiguo como la historia misma de la Humanidad y representa una
acción muchas veces deleznable, pero en otros casos hasta es considerada
necesaria y heroica. Los códigos de conducta moral hasta legitiman los
magnicidios cuando éstos tienen el propósito de un bien social mayor. Hay que
reconocer que la violencia ha acompañado, para bien y para mal, todas las
grandes transformaciones y que, en muchas oportunidades, quienes la han
ejercido reciben posteriormente el título de héroes, patriotas o libertadores.
Bolívar, San
Martín, Sucre y O’Higgins, entre tantos otros, jamás han recibido el título de
terroristas por haber ejercido la guerra contra los ocupadores europeos de
nuestros territorios. Por haber tomado las armas, pero muchas veces, también,
provocado sangrientas emboscadas, juicios sumarios y diversos actos luctuosos
para eliminar a sus enemigos. No hay movimiento de liberación en el mundo en
que las armas no hayan jugado un papel fundamental y tanto en América y los
demás continentes los rebeldes han terminado en los altares de nuestras
correspondientes patrias, culturas y civilizaciones.
En ningún
caso se trata de hacer una apología de la violencia; solo consignar lo que se
ha comprobado con creces. Lo que hoy rechaza el mundo son las acciones de
violencia ejercidas por quienes se rebelan contra el orden legítimamente
constituido. De allí que un alzamiento como el de Pinochet en 1973 haya
recibido el repudio universal y el bombardeo a La Moneda y el magnicidio de
Salvador Allende representen el acto terrorista más repugnante de la historia
de Chile y de nuestra Región.
De lo
anterior es que al término de la dictadura pinochetista se imponía esclarecer
los hechos, identificara los violadores de los Derechos Humanos, condenar a los
culpables y reparar a las víctimas de la represión. Sin embargo, los gobiernos
que siguieron al de Pinochet solo se propusieron lo del ex presidente Patricio
Aylwin: “hacer justicia solo en la medida de lo posible”. De allí es que la
impunidad se haya hecho tan extendida e, incluso, en el caso mismo del mismo
Dictador, de quien se abortara la posibilidad de haberlo condenado a cumplir
una ejemplar sentencia internacional. Para colmo, bajo la promesa de juzgarlo
en nuestro país, engañando con esta promesa al gobierno inglés que finalmente
lo liberó.
Después de
varias décadas, salvo los militares recluidos en el cómodo penal de Punta
Peuco, lo cierto es que la gran mayoría de los victimarios están libres y
mantenido sus rangos castrenses. Renuentes hasta hoy a colaborar con las
investigaciones judiciales, reconocer el paradero de los detenidos
desaparecidos, mientras van ascendiendo posiciones, además, en su carrera
militar, especialmente en el Ejército. En posición de todos sus grados y
charreteras, millonarias pensiones y otra serie de privilegios propios de la
casta nacional uniformada.
Asimismo,
los civiles que instigaron el Golpe de Estado, que ocuparon altos cargos en el
gobierno de Pinochet y se enriquecieron al abrigo de la Dictadura no han tenido
sanción alguna. Como en el caso de Julio Ponce Lerou, han seguido
favoreciéndose, incluso, de los sucesivos gobiernos de la Concertación y de
Sebastián Piñera. Recurriendo, también, al soborno transversal de los
legisladores y partidos políticos para conseguir su cometido y salvar de la
Justicia como golpistas y ladrones.
Como se
sabe, Jaime Guzmán Errázuriz, el fundador de la ultraderechista UDI, fue
elegido senador de la República gracias a un sistema electoral binominal
reconocido como profundamente antidemocrático. Fue premiado por la
posdictadura, al igual que otros, con un alto cargo público y hasta su muerte
no había recibido rasguño alguno como uno de los grandes promotores del
alzamiento militar. Lo que le permitió convertirse después en el gran autor de
la Constitución espuria de 1980 que hasta hoy nos rige. Consolidando un
pretendido “estado de derecho democrático”, el que a diario es proclamado como
tal por los pinochestistas, las colectividades de la derecha y de la
autodenominada centro izquierda.
El extinto
senador Guzmán no fue requerido por tribunal alguno y luego de muchos años de
impunidad resultó “ajusticiado” por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, en
uno de sus actos más reconocidos por su eficiencia y sentido político, después
de que le fracasaran otras acciones como el frustrado atentado contra el propio
Dictador. La víctima encarnada mejor que nadie el ideario y los despropósitos
consolidados el 11 de septiembre de 1973, pero también los esfuerzos y logros
de la derecha, los grandes empresarios y los Estados Unidos por seducir a los
partidos y movimientos opositores que finalmente se allanaron a una salida
“pacífica” . En la que debía sacralizarse el sistema institucional todavía
vigente, el modelo económico neoliberal y se cometerían todos los esfuerzos
para que el golpismo y sus secuaces resultaran sin mácula social, juicio y
sentencia. Gracias, también, a la ley de amnistía de Pinochet como a los jueces
cómplices y abyectos que continuaron en sus cargos con la complacencia de los
nuevos gobiernos.
Pero todo
esto hasta que el juez español Baltasar Garzón, y la detención en Londres del
Tirano, le corrieron el velo a los acuerdos cívico militares y generaron una
ola de protesta nacional que finalmente sacó de su letargo, o les confirió
ánimo, a los jueces dignos, que llevaron a la cárcel a los principales agentes
de la siniestra Dina. Pero en ningún caso a los civiles como Jaime Guzmán, como
a los que siguen protegidos por la CIA después de haber ejercitado el
terrorismo de estado.
Es imposible
conciliar posiciones sobre el uso de la violencia política y la existencia de
fenómenos como los llamados ajusticiamientos que han recorrido, insistimos,
toda nuestra historia. Como aquel atentado, por ejemplo, contra el reconocido
autor de nuestra institucionalidad pos Emancipación: Diego Portales. Para
muchos, el constructor de nuestra primera República que, de democrática, en
realidad, tenía bien poco, tal como hoy sucede.
Lo que no se
puede obviar es que el crimen de Jaime Guzmán tiene base en la impunidad que lo
favoreció. A esta altura, es innegable que en el pueblo chileno el ánimo de
venganza simplemente no ha existido, o ha sido demasiado circunstancial en
comparación a otros desenlaces políticos del mundo y de nuestra región. Por el
contrario, cuando tantos familiares de ejecutados y víctimas de la tortura
mueren en la desesperanza. Sin recibir justicia y reparación, además de haber
recibido los consabidos portazos de las autoridades, como el mismo desdén de
las agrupaciones políticas que antes los indujeron a perder la vida, la
libertad y el derecho a vivir en su país como ex combatientes.
Quienes hoy
vociferan contra la decisión francesa de otorgarle el asilo político al autor
del atentado contra Guzmán, ojalá entiendan que la impunidad es la que siempre
alimenta la comisión de justicia por mano propia. Una prolongada ausencia de
justicia que además comprueba las sospechas que hoy merece nuestro “estado de
derecho”, cuanto la falta de independencia de muchos de nuestros jueces y
tribunales. A lo que se puede agregar la falta de voluntad de nuestra clase
política de contribuir a la verdad de los terribles episodios represivos
fomentados por quienes en su hora fueron hasta Londres a solidarizar con
Pinochet y exigir su liberación, y hoy están airados por la protección francesa
a un autentico disidente de la Dictadura.
Si hasta hoy
Europa persigue a los autores del genocidio fascista y a los criminales de
guerra, ¿por qué sus gobiernos democráticos tendrían que hacerse cómplices de
las horrendas dictaduras cívico militares vividas por nuestros países? ¿Es que
nuestro “estado de derecho” garantiza la justicia, cuando Pinochet fue
sepultado hasta con honores militares y políticos gracias al consentimiento de
quienes antes habían sido sus opositores? ¿Y su herencia sigue tan presente en
toda nuestra institucionalidad?
Juan Pablo
Cárdenas ( Periodista, ex creador y Director de la Radio Universidad de Chile).