EL PAIS. 11
septiembre 2018
45 AÑOS DEL GOLPE DE ESTADO DE
PINOCHET
La
eterna búsqueda de Ana González, La Pasionaria chilena
Activista inagotable y rebelde en la dictadura
de Pinochet, a los 93 años no pierde la esperanza de saber del paradero de su esposo,
dos de sus hijos y su nuera embarazada, desaparecidos en 1976
Rocío Montes
Santiago de Chile
Ana González, durante la entrevista, en su casa de Santiago de Chile.
Sebastián Utreras
El portón de la casa de Ana González (Tocopilla,
1925), en un barrio popular del sur de Santiago de Chile, no se abre desde
1976. Entre el 29 y 30 de abril de ese año, agentes de la policía secreta de
Augusto Pinochet capturaron a su esposo, a dos de sus seis hijos y a su nuera
—embarazada de tres meses—, todos ellos militantes comunistas. Nunca se supo de
sus destinos y son parte de los más de mil detenidos desaparecidos por el régimen militar (1973-1990). La clausura de la
puerta de entrada es un símbolo de memoria: no se abrirá mientras no se sepa al
menos lo que les ocurrió y el lugar en el que se encuentran sus restos. “Dicen
que la esperanza nunca se pierde”, reflexiona González, de 93 años, impecables
uñas largas y rojas, coleta bien ajustada, joyas mapuches y ropajes anchos. El
horror le impulsó hacia una vida impensada: de un día para otro olvidó para
siempre las labores del hogar y se arrojó a las calles a buscar. Hoy es —sigue
siendo— una de las fundadoras de la Agrupación de Familiares de Detenidos
Desaparecidos (AFDD) y una de sus integrantes de mayor simbolismo.
-¿La comparaban con La Pasionaria, Dolores Ibárruri?
A González, pizpireta, le gusta hablar con palabrotas y lo hace con gracia.
Durante la dictadura, su simpatía y arrojo descolocaba hasta a los policías.
Alguna vez, detenida como lo estuvo decenas de veces por protestar, entre un
grupo de 80 presos levantó la mano para pedir la palabra para quejarse, por
ejemplo, de que los servicios del cuartel estaban demasiado sucios. Fue en la
época de las primeras huelgas de hambres y de su viaje a Europa y Estados Unidos
para denunciar ante la comunidad internacional lo que estaba ocurriendo en
Chile, siempre con la imagen de sus familiares en el pecho. “Los míos”, dice
González cada vez que se refiere a ellos.
Todos los suyos fueron capturados en el mismo barrio. Primero sus hijos y
su nuera: Manuel Guillermo, Luis Emilio y su esposa Nalvia Rosa Mena, de 22, 29
y 20 años, respectivamente. La noche del 29 de abril de 1976 regresaban a la
casa con el pequeño hijo de la pareja, Puntito, de dos años, cuando los capturó la Dirección de
Inteligencia Nacional (DINA). Nalvia, según los testigos, fue golpeada
en el vientre con la culata de una metralleta a pesar de sus gritos y súplicas
por estar embarazada. Inconsciente, la introdujeron en uno de los coches en que
se movían los agentes. El niño fue el único que regresó, algunas horas más
tarde, tras ser abandonado en las cercanías de la casa. Hoy vive en Suecia.
-Lo que los hacía peligrosos era ser luchadores y querer que todos los
otros luchadores del país pudieran tener una vida digna”, reflexiona Ana
González, mientras mira sus retratos colgados en la pared.
-¿Piensa que su nieto o nieta llegó a nacer? Tendría 42 años…
-Sospecho que sí.
La mañana del 30 de abril fue el turno de su marido, Manuel Recabarren
Rojas, de 50 años, que salió de su casa temprano para buscar a sus dos hijos y
a su nuera. Fue detenido en la misma puerta, y algunos testigos dicen haberlo
visto después en el centro de
detención y torturas Villa Grimaldi. Allí se le perdió la pista para
siempre. González toma algunas páginas del libro inédito que tiene terminado y
lee en voz alta: “…dejo correr mi imaginación y veo claramente a Manuel sentado
frente a mí, mirándome a los ojos, envolviéndome en su cálida ternura. Extiendo
mis manos hacia su rostro, lo acaricio y, devolviéndole el mando de su ternura,
le digo: ‘¡Cómo hemos envejecido, mi viejo!’. Pero vuelvo a la cruda realidad:
estoy contemplando su fotografía en una pancarta. ¡Solo yo he envejecido!”.
Su oficina es su habitación, donde recibe a EL PAÍS acostada, sin ningún
complejo, porque la edad y algunos problemas de salud la hacen pasar buena
parte del tiempo en cama. Este martes 11, sin embargo, espera levantarse para
participar de las actividades de conmemoración de los 45 años del golpe de
Estado, que encuentra a Chile nuevamente revisando su pasado reciente. La casa
es un museo de la izquierda chilena de los últimos 40 años. Cientos de objetos
y fotografías tapizan las paredes y se asoman por todos los rincones: decenas
de retratos de González con artistas como Sting; imágenes de Salvador Allende,
Víctor Jara o Pablo Neruda; bordados con mensajes de protesta y pancartas de la
Unidad Popular [la coalición de partidos con la que Allende ganó las elecciones
de 1970]. También un curioso cartelito que dice “Corte de Apelaciones”, pegado
en la puerta del servicio: un mensaje directo a la ineficacia de los tribunales
en dictadura. “En Chile no se ha hecho Justicia”, dice.
-¿Le gusta el Chile de hoy?
-El país está como lo pensó Pinochet. Cuando dicen "le ganamos a
Pinochet"... Pienso que no es verdad. No le ganamos. Seguimos divididos y
los luchadores de antes se recogieron a sus casas. Para eso fue la dictadura:
para silenciar al pueblo que había ganado su libertad. Pero confío en los
jóvenes de hoy. Salen a las calles a protestar y eso significa que vamos bien.
Ana González es una leyenda, incluso entre esos jóvenes. Conocen su
historia, la aplauden cuando llega a algún acto público y le piden selfies.
Hace algunos años, en una visita a La Moneda, un joven carabinero de la guardia
de Palacio se le acercó para hacerse una fotografía, un hecho inimaginable años
atrás. En agosto se inauguró en el centro de Santiago un mural en su honor
realizado por un grupo de jóvenes graffiteros. “Brindo por la vida
hermosa, por ella me estoy jugando y por defender la vida, busco lo que estoy
buscando”, se lee junto a su retrato. Hace un tiempo, las cartas que llegaban a
su casa venían con unos mensajes escritos con bolígrafo: “Aguante compañera,
aún tenemos utopía”; “Por siempre en la memoria del tiempo consciente”; “Firme
junto al pueblo”. El mensajero anónimo era un joven cartero, que le hizo una
confesión: “Espero alguna vez, Anita, traerle una buena noticia”.